"La patriota" (cuento de Amanda Pedrozo)


Habían sido tan compañeros, con Prudencio. Pensó largamente en eso mientras le miraba allí en la cama él, tan mansito ahora, quieto y duro como solía estarse agarrado a su espalda cuando se le antojaba exigirle el cumplimiento marital sin ser marido, y le recordaba a ella con esa voz diferente que le salía en esos momentos, que para eso fue el trato, mi reina, y para recibir todos los hijos que nos mande Dios, te acordás (aunque la verdad, sólo les mandó 5 fetitos horrendos que estaban enterrados en una cajita de cartón cada uno, bajo el mandarinal). Y bueno, Esperanza le miraba así a su finado, con los ojos prendidos como brasitas, eso y una especie de llanto le marcaban la cara como esos arroyitos callados que nadie sabe si realmente están corriendo o son pura imaginación de quien mira, porque ni ruido hacen.
Para qué, diría ella después cuando le preguntaron si
lloraba o no mientras miraba el cuerpo, y todos sabían que
allí lo que se esperaba ya era solamente el cajón para
enterrar a Prudencio.
-Con Prudencio éramos tan compañeros -dijo de repente
Esperanza -más que marido y mujer y yo siempre fui para él
mucho más que una simple serviha.

Hubo un silencio que la aisló más que el vestido de
luto que estrenó apenas Prudencio dejó este mundo. Sabía
que todos llevaban en cuenta que no era una mujer
bendecida, porque no estaba casada y eso no le iba a
perdonar jamás a Prudencio. Aunque estaba ya tan jodido y
ni con todas las hortensias y jazmines que habían traído
los vecinos se podía olvidar su olor a cadáver. Había
deseado de veras esa muerte, la había imaginado
furiosamente cada vez que le miraba, hasta cuando le quería
un poco porque él le hacía el amor compasivamente y luego
cocinaba para ella, una vez a la semana solamente pero ya
estaba lindo que él hiciera eso a cambio de que ella le
hiciera lo otro. Esperanza tenía anillo de casada en el
dedo, él no le dio boda pero le compró el anillo de 7
ramales más caro de la joyería -pero sólo uso para que me
respeten como señora -contaba ella las veces que aperitaba.

-Lo que pasa es que nunca me quise casar, él pobrecito me
insistía -decía. Aunque sabía que no era secreto para nadie
que Prudencio sólo una vez le ofreció matrimonio y después
nunca, por más que la quería con desesperación.
Siempre la quiso así, como si estuvieran de eterna luna de
miel y ella creía que debía ser porque una vez, sólo por
probar, le hizo a Prudencio un payé que le volvió hablador
y querendón de su cuerpo, sólo del suyo, siendo antes de
eso él tan callado y mujeriego. La sumisión repentina de
Prudencio dejó de ser apasionante para ella a los pocos
días, después ya ni era divertido y pronto fue un calvario
que la obligó a alargar sus polleras y a confesarse cada
vez más seguido, para felicidad del cura párroco que
insistía en que le cuente todos los detalles (para que Dios
te perdone mi hija).
Sin embargo, una vez casi se casaron. La modista le estaba haciendo el vestido de novia y Esperanza estaba contentísima porque pensó que seguramente, con la bendición del pa'i, ya no perdería sus fetos que hasta ese momento venían todos arrastrando la maldición que cae sobre las madres amancebadas, por eso se desprendían solitos antes de tener
espíritu y ni siquiera podían entrar al limbo de los angelitos sin bautizar.


Pensaba todo eso mientras bordaba rositas rococó en el
vestido tan blanco, pero en eso entró Prudencio y le
preguntó lo que nunca deben preguntar los hombres a sus
mujeres, llevado por el amor porfiado que le inclinaba a querer cercarla como hacía con sus vacas holando, para que nadie más que él las ordeñe. Y ella le contó con ojos de novia la historia de los soldaditos, esos mitârusu héroes de nuestra patria y de cómo cumplió con su deber de paraguaya, mientras lavaba ropas en el arroyo.


**


Ahora le llevaban a enterrar a Prudencio, después del
velorio más corto del mundo, y Esperanza iba bajo la
llovizna caminito al cementerio, tapándose la cara con un
mantito de tul sobre el vestido negro con rositas rococó.
Los hombres la miraban inatajablemente porque la querían
como se quiere para siempre a la primera novia o a la
madre, la hallaban más hermosa que todas las mujeres que
conocían aunque ella ya había cumplido los sesenta y
por ella habían sentido siempre celos comunitarios cuando la veían caminar al lado de Prudencio. La celaban de Prudencio, por norteño y porque ellos en cambio eran todos valles, crecieron juntos y se enrolaron al mismo tiempo para ir a la guerra contra los bolí.
Las madres se quedaban llorando frente a las fotografías de
sus hijos paraditas al lado de la imagen de la Virgen de
Caacupé y rezaban rosario todas las siestas y las
tardecitas para que ellos vuelvan. Y volvían a veces los
soldaditos, un rato se escapaban de las cañadas, de la sed
de las cañadas y de las bayonetas bestiales y pasaban por
el pueblo.
Pero no iban a ver a sus madres, sino a pescar por
Esperanza que solía lavar ropas en el arroyo todas las
siestas. Se arrodillaban entre los yuyales de la orilla del
agua y esperaban escondidos, con la pretina del pantalón
por las rodillas, hasta que ella se daba cuenta de que la
estaban mirando por si se agachaba, por si abría un poco
las piernas, por si los pechos salían disparados de su
blusa al fregar o retorcer las ropas.
Y entonces, muerta de risa o de piedad, Esperanza les
miraba de frente y se alzaba la ropa hasta la cintura, para
que ellos pudieran verla sin bombacha y así se quedaba,
calculaba un minuto entero y después les daba la espalda y

se agachaba unos segundos, bastaba eso y después los
yuyales se iban callando y los soldaditos se prendían de
nuevo sus pantalones verde olivo y se iban rumbo a la
guerra, quizás derechito hacia la muerte pero apaciguados.
Los que volvieron vivos al terminar la guerra le guardaban
gratitud eterna a Esperanza, y eran los que respetuosamente
la estaban ayudando ahora a enterrar a Prudencio, el
infeliz añamembyre que no se quiso casar con la mujer más
hermosa, buena y patriota de todo el Paraguay.